Tuesday, March 06, 2007
Amistades arriesgadas
Nuestro militar sólo parece loco, pero está mucho más cuerdo de lo que pueda parecernos, porque está bien preocupado de que sus operaciones militares sean un completo éxito, de que sus soldados mantengan la moral alta y se sientan cómodos en aquel infierno, y de que su gente herida en el ataque -en los ataques-, sea evacuada cuanto antes a las instalaciones hospitalarias.
(artículo de José Ramón Ledesma).
Casi todos los que hemos visto la película “Apocalypse Now”, de Francis Ford Coppola, hemos quedado impresionados con la escena del ataque de helicópteros al poblado del Vietcong, que sirve para que los protagonistas de la película -que tienen que remontar un río para encontrarse con el coronel Kurtz (interpretado por un genial Marlon Brando)-, rebasen una frontera problemática y puedan seguir su camino sin problemas hacia su arriesgada misión.
En ese ataque nos sorprenden muchas cosas: que los soldados disparen contra los vietnamitas mientras unos potentes altavoces emiten desde los helicópteros a gran volumen “La cabalgata de las Walkirias”, de Richard Wagner; que el oficial responsable del ataque esté más preocupado por cómo rompen las olas -para hacer surf-, que por la propia capacidad de resistencia de los vietnamitas, que pueden derribar algunos de sus aparatos con sus armas pesadas; que ese mismo responsable añore -tras tomar tierra-, el olor del napalm: “me encanta el olor del napalm por las mañanas”, llegará a decir...
A todas las excentricidades de ese militar al mando del ataque -encarnado prodigiosamente por el actor Robert Duvall-, (oscarizado por apenas veinte minutos de interpretación), se sobrepone sin duda su instinto de supervivencia en esa guerra de tintes inhumanos y de accesos de locura inevitables. Está claro que ese personaje representa uno de los estereotipos más utilizados en las películas bélicas: la del oficial que da seguridad a sus hombres a fuerza de disimular el miedo propio, camuflándolo bajo la careta de una aparente extravagancia, locura selectiva o indiferencia ante el flagrante peligro que los acecha.
Nuestro militar sólo parece loco, pero está mucho más cuerdo de lo que pueda parecernos, porque está bien preocupado de que sus operaciones militares sean un completo éxito, de que sus soldados mantengan la moral alta y se sientan cómodos en aquel infierno, y de que su gente herida en el ataque -en los ataques-, sea evacuada cuanto antes a las instalaciones hospitalarias.
El “¡¡saquen de ahí a mi gente!!”, dicho con mucha fuerza por este héroe cinematográfico, cuando algunos de sus soldados son heridos por una granada que no debía estar allí, nos impresiona porque viene de la boca de alguien que hasta ese momento nos parecía que no estaba en sus cabales. Él sí está preocupado por sus soldados, no quiere que sufran daños y los estima más que a ninguna otra cosa. No será quizá una relación de amistad la que él mantiene con ellos, pero ellos le admiran, a pesar de que él es para ellos con frecuencia alguien distante, que ha elegido una máscara de aparente locura para aislarse de todas las situaciones dramáticas que suponen estar combatiendo en la Guerra del Vietnam.
La verdadera amistad no tiene demasiadas reglas, pero una de las primeras que hay que respetar es ésta: no se puede mantener una relación de verdadera amistad (de intimidad), con alguien a quien se admira demasiado. Probablemente ninguno de los soldados de nuestro protagonista de los ataques al Vietcong consideraría a su jefe militar un amigo, a pesar de que probablemente contarían sus hazañas hasta el día de su muerte, mientras sus nietos escucharían extasiados las historias sobre aquél hombre loco que hacía surf mientras las bombas granizaban a su lado.
La amistad supone una relación sin escalas, un de tú a tú en el que los dos interlocutores hablan desde una misma altura, para que la confianza y el intercambio de intimidades sean verdaderos y no postizos. Probablemente nosotros nunca podamos ser realmente amigos de nuestros padres, a pesar de que le admiraremos seguramente como trabajador y como persona, y le queremos naturalmente por ser quien es. Esa relación es una relación fluida, llena de admiración y afecto, pero sería un error calificarla de amistad. Hay una diferencia entre ambos que no nos permite llegar a ser amigos como tales, aunque el afecto mutuo sea superior, naturalmente, al que profesamos a muchas de nuestras amistades.
Independientemente del carácter personal, nuestra vida es más plena cuando la compartimos -la extendemos-, con más gente para la que no tenemos secretos ni reductos opacos. Es difícil levantarse cada mañana cuando uno sabe que no tiene a nadie a quien confiar sus preocupaciones más íntimas. La amistad es uno de los aspectos relevantes e irreemplazables de una vida verdaderamente plena, y saber elegir a los buenos amigos es una tarea a la que hay que dedicar todas las propias capacidades, porque de ello depende, probablemente, la propia felicidad.
La amistad necesita –ya lo hemos señalado-, unos presupuestos básicos que uno no puede saltarse. Todos debemos cumplir las reglas marcadas por la naturaleza de nuestros afectos, porque saltárnoslas supondrá necesariamente la aparición de problemas: uno debe primero conocerse a sí mimo y saber que con algunas personas, por mucho que queramos mantener una amistad, no nos será posible, precisamente porque no podremos mantener esa reciprocidad de atenciones, esa relación en la que las dos partes salen ganando y que es el fundamento sólido en el que se asienta toda auténtica amistad.
José Ramón Ledesma